Vivimos una época sin parangón en la historia, donde la tecnología forma parte de nuestras vidas, o nuestras vidas dependen de la tecnología. Nos facilita la vida, nos da estatus, comodidad, bienestar, ocio, trabajo, relaciones, etc. Hace sólo cuarenta años, nuestros padres y nuestros abuelos no hubieran dado crédito a este mundo tecnológico.
La era del chip y del ordenador ha sido la era que más ha influído en la historia del hombre. Ha transformado por completo la sociedad, la cultura, las ideas, el arte, la productividad, el conocimiento… casi todo. Lo que comenzó como un reto científico para cálculo y toma de decisiones simple, se ha convertido hoy en día en un símbolo de modernidad, evolución y riqueza.
En una carrera meteórica y sin freno, las máquinas inteligentes han pasado de ocupar cientos de metros y unas cuantas operaciones de proceso, a ocupar micras y a resolver millones de operaciones por segundo. La miniaturización, la velocidad y la capacidad de almacenamiento tienden a optimizarse casi cada mes. El grafeno ha nacido para desbancar al silicio, aportando una nueva generación de chips más pequeños, rápidos y económicos que los actuales. El camino hacia el ordenador cuántico es cuestión de unos pocos años.
La imaginación de la industria tampoco parece encontrar límites, y cada idea se convierte en una necesidad, en una droga para el consumidor que ha inyectarse para satisfacer su tecnodependencia. Aparecen cada vez más gadgets, cada cual más loco y de utilidad más que dudosa y prescindible. Estar a la última no es cuestión de dinero, sino de orgullo y dignidad. El punto débil del hombre moderno es su arrogancia y su sentido de la exclusividad, fácilmente conquistable y moldeable por empresas que tienen una pildorita (aparato tecnológico) que da la felicidad a cambio de un puñado (considerable) de euros.
Dar la vuelta al mundo en un día, hablar en el momento con un familiar al otro lado del planeta, comprar sin moverse de casa, gestionar trámites burocráticos en cualquier lugar y en cualquier momento, acceder a inconmensurables océanos de información, tener el control del mundo al alcance de la mano… ¡Qué maravillosa sensación de omnisciencia y omnipresencia! ¿Qué nos falta para ser dioses?
En un bolsillo podemos guardar infinitas posibilidades que están bajo nuestro control. Un simple teléfono móvil es un ordenador en miniatura, que nos permite navegar por un mar sin fin de datos, que nos organiza nuestra vida, que nos permite comunicarnos, que nos permite consultar nuestro correo, conocer el tiempo, consultar las acciones de la bolsa en tiempo real, acceder a las noticias de nuestros diarios favoritos, enterarnos de ofertas programadas en alertas, realizar fotografías o vídeos en alta definición, realizar videoconferencias, visualizar documentos, etc.
La nueva religión de nuestra era es la tecnología y la información. Somos adoradores y acólitos incondicionales de su influencia y de su maná. Nuestro espíritu está completo con su presencia, extasiado de sus milagros e iluminados por su bendición. No ser tecnoadicto hoy en día es ser un bicho raro, un ser anquilosado en creencias obsoletas, un aborigen del pasado que no está en su sitio ni en su momento.
Y vinieron profetas proclamando su nombre, erigiéndose como portavoces de su credo, sembrando en el corazón de los hombres la (su) semilla de sus mandamientos y de “su” palabra, ofreciendo (vendiendo) las estampitas milagrosas tocadas con su toque divino.
Y como en todo lo que el hombre toca, tergiversa el sentido de su origen y genera una suculenta industria que satisface unos valores nobles a costa de medios antónimos a sus enseñanzas.
La flamante, pulcra, aséptica e hipnótica estantería donde se exhibe lo último en tecnología, cual trampa para insectos en una noche de verano, esconde una verdad vil y execrable. Detrás de un ordenador, un teléfono móvil, un dispositivo móvil, una memoria USB, un periférico, un componente, un gadget… hay un largo trayecto lleno de sufrimiento humano, de dolor, de enfermedades, de explotación, de miseria y de muerte. Ocurre muy lejos, en países donde una vida humana no tiene apenas valor (si acaso alguna vez la tuvo). En países como China, se aprovecha de la economía emergente, del movimiento de las aldeas a las grandes urbes, de jóvenes con sueños de gloria y de prosperidad, con ilusiones de un futuro mejor, donde exprimen sus capacidades y su salud con jornadas laborales inhumanas por una miseria de sueldo, donde la precariedad es el día a día, donde la seguridad en el trabajo no existe, donde se exponen a la toxicidad de los productos que manipulan, donde los supervivientes, a los pocos años, vuelven a sus aldeas acabados, con su salud mermada, con una vida expoleada y con un futuro peor que el que dejaron. Esto es sólo el origen de ese capricho que tienes en tus manos. Pero el final de ese capricho no mejor que su origen. La industria que hay detrás de esta religión se reinventa constantemente, y a cada poco tiempo (menos de cinco años), esa píldora ya no tiene efecto (aunque funcionen impecablemente) y hay una píldora mejor, con la promesa de mayor felicidad aún. Has de renovar tus votos, actualizarte, comprarte esa droga que alimente tu ego y tu orgullo poseedor de la exclusividad frente a tus iguales, que te hace mayor creyente y más devoto. Has de deshacerte de esa píldora que te da un estatus tan bajo, y en la creencia de que vas a reciclarla por una nueva, surge un nuevo trayecto hacia el infierno. Esos extintos aparatos viajan a otros países lejanos, donde unos desharrapados cual zombies en busca de su vital sustento, transitan cementerios tecnológicos extrayendo lo poco que se puede reciclar, condenando su vida a la agonía producida por la toxicidad de sus componentes que reducen su tiempo a menos de la mitad, malvendiendo su preciado botín por cuatro duros para seguir subsistiendo en su pobreza. Y aquí no acaba el trayecto, pues lo que no se recicla termina contaminando el suelo, los acuíferos, los ríos, los mares, etc. Y termina por afectar a una cantidad incalculable de seres.
Nuestro Paraíso tecnológico se sustenta de un Infierno. Nuestro Paraíso dorado empieza y termina en un Infierno triste y atroz. Cuando compramos un ordenador o un teléfono móvil, indirectamente, estamos contribuyendo a la miseria, la enfermedad y la muerte de seres humanos. Puede que no seamos los culpables directos de estos crímenes, pero sí somos responsables de permitirlo, de costearlo, de pagar a esos profetas sarnosos y sin escrúpulos para que sigan manteniendo esa industria, a fin de lucrarse aún más a costa de la desgracia humana. A mí no me importaría pagar más por un aparato, sabiendo que hay un trato más justo y unas condiciones laborales más humanas para quienes lo fabrican, con unas medidas de seguridad aceptables, y cuya riqueza esté repartida y satisfecha para todos los que forman la cadena. ¿Hasta dónde nuestra adicción a la tecnología, o el hipnotismo descerebrado al que nos somete la religión tecnológica, ciega nuestros sentidos para ignorar o no darle importancia a esa verdad oculta? ¿Hasta dónde ha desinhibido nuestra humanidad esa droga maldita? ¿Acaso estamos tan anulados por la tecnología como para no darnos cuenta del daño que está produciendo? No me refiero sólo a los seres humanos que fabrican los productos que consumimos o que recuperan lo aprovechable (principio y fin de la cadena), sino también a nosotros mismos. ¿No nos hemos parado a pensar si las ondas electromagnéticas de nuestros teléfonos móviles o de las WiFis afectan a nuestro organismo? ¿No nos paramos a reflexionar la deshumanización que las tecnologías nos inyectan, como la falta de comunicación humano a humano, la degradación de las relaciones de pareja o de familia, o la falta de contacto con el mundo real? ¿Podrías ser capaz de irte de vacaciones sin un teléfono móvil o sin tu ordenador portátil? ¿Serías capaz de sustituir el rato que miras tu correo electrónico por una tarde de parque con tus hijos, o ayudarles en los deberes del colegio, o realizar cualquier labor de bricolaje en tu casa? ¿Serías capaz de resistirte a las nuevas ofertas de aparatos hasta que los que tienes dejen de funcionar de verdad? Y, en el caso de no tener esos aparatos, ¿resistirías la tentación de vivir sin ellos, o de probarlos, o de informarte de sus características?
Puede que en las últimas líneas haya expuesto una imagen un tanto exagerada de la situación. Lamentablemente, en muchos casos no es así. Hay auténticos yonquis de la tecnología. Necesitan cada vez más y más dosis de innovación, de funcionalidades, de gadgets, de ser los que destacan sobre el resto de mortales en su fervorosa fe, sintiéndose los elegidos de la felicidad eterna.
¿Qué hacemos entonces? ¿Dejamos de consumir tecnología? ¿Montamos manifestaciones por los derechos humanos y la dignidad humana? ¿Boicoteamos a las grandes multinacionales?
No soy quién para decir qué debe hacer cada uno. La libertad de expresión y la libertad de decisión va con cada uno. En las líneas anteriores he expresado libremente mi opinión sobre algo que me preocupa. Puedes, amigo lector, creerlo y estar de acuerdo conmigo, o no. Es tu libertad y decisión. Por esa razón, y siguiendo este razonamiento, mi libre opinión es dar a conocer esta realidad, adquirir y propagar esta información. Con esta información, reflexionar y tomar conciencia. En mi caso, trabajo y vivo de la tecnología, concretamente de la ingeniería del software. ¿Cambiaré de trabajo? Dudo mucho que pueda vivir de otra manera, siendo ésta mi pasión. Y en el caso de que cambie de trabajo, ¿cambiaré el mundo? Tampoco lo creo. Por una parte, no soy yonqui de la tecnología, y mi consumo es muy moderado, jubilando mis aparatos a una edad muy tardía. La tecnología es útil y necesaria para nuestro progreso. Pero es necesario saber hacer un buen uso de ella, y que todos, absolutamente todos se beneficien de ella. Por ello, creo que mi mejor aportación, según me dicta mi conciencia, es expandir a través de la tecnología y de internet, el mayor medio de difusión universal, esta información y esta opinión. Desde aquí, desde esta pantalla, desde este medio, quiero reivindicar el derecho para todos los seres humanos de un trabajo digno, con un sueldo respetable, con una seguridad impecable para la salud y la vida, con un respeto escrupuloso a estas personas por ser la base y la sustentación de nuestro modelo de vida, con las mismas oportunidades que cualquier otro trabajador para superarse y progresar en la cadena. No me importa pagar más por un producto creado de forma humana, que gracias a ese coste todos nos beneficiemos justamente.